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"INMIGRANTES Y MINORIAS DE ORIGEN AFRICANO EN LA GRAN PANTALLA: ESPAÑA, LA OLEADA RECIENTE; FRANCIA,LA SEGUNDA GENERACIÓN"

INMIGRANTES Y MINORIAS DE ORIGEN AFRICANO EN LA GRAN PANTALLA.

El cineasta Jean-Patick Lebel, que ha tomado la periferia de París como escenario de sus producciones, se muestra consciente de una paradoja extravagante: “la palabra cité que, desde el origen de la polis griega, designa el corazón de la ciudad, ha venido a estigmatizar la periferia como desecho, lo que el corazón rechaza (…). Lo que antes se llamaban les faubourgs, se llaman ahora les cités: ciudades guetos, islotes de exclusión social, de desesperanza, de violencia…” (Lebel, 1994: 43).


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Recuerda Jean-Paul Flamand (2005: 251-252) que el grand ensemble, también llamado cité, es un tipo de hábitat característico de las áreas urbanas y periurbanas durante una etapa de la historia urbana francesa, entre los años 1950 y  mediados de los 1970. Fue y es meta de migraciones, tanto interiores como internacionales. Se trata de una concentración de gran cantidad de alojamientos, hasta muchos millares, en algunos bloques y torres. A menudo adolecen de fuerte densidad de las construcciones, pobreza arquitectónica, repetición tipológica, carencia de equipamientos colectivos y tratamiento pésimo de los espacios abiertos, entre otras deficiencias.

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Con todo, Camille Canteaux (2002: 75-76) señala que las cités han sido objeto de representaciones contradictorias. Cual Jano bifronte, su imaginario opone el rostro de una utopía perseguida por la modernidad de postguerra, a un lado oscuro compendio de patologías urbanas. Hubo, en efecto, una breve adhesión sin reserva en los primeros años cuando las cités eran enaltecidas como solución imperativa a la crisis de la vivienda, como símbolos del progreso por su conquista de la luz y del espacio, y por ir asociadas a la noción de confort. En 1961 la cité de Sarcelles es evocada como una ciudad “lejos de la agitación y del aire malsano”.

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Desde los años 1960, al contrario, emergen las imágenes negativas que  hacen bascular decididamente su valoración hacia el lado oscuro. En este sentido, Camille Canteaux recoge una retahíla de expresiones que son recurrentes en la literatura y en los medios de comunicación a la hora de denostar las cités, tales como “jaulas de conejos”, “cajas de alquiler”, “ciudades sin alma” y  “ciudades dormitorio”, pobladas –se dice- de “mujeres neurasténicas” y en las cuales la vida está “mecanizada”. El citado J.-P. Flamand insiste en los denuestos y escribe la palabra demasiado delante de otra sarta de descalificaciones que prodiga a los grands ensembles: feos, grandes, descentrados de toda vida urbana, mal construídos y llenos de poluciones sonoras. Son la no-ciudad, el anti-París. Asiento de grandes contingente de la inmigración.

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La monotonía y la pobreza de la existencia en esos espacios engendran una patología que 1963 fue diagnosticada como la “sarcellite”: alienación, depresión y angustia (que incluso llegan a ser causa de la prostitución ocasional de la mujer, tal como planteaba la película “Deux  on trois choses que jais d’elle”, de Jean Luc Godard, 1967). Mayo del 68 multiplicó los eslóganes que denunciaban este estado de cosas, en tanto que la filmografía se hacía eco de la proliferación de  jóvenes conflictivos y de sus bandas, que atemorizaban a estas maltrechas comunidades.

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A partir de los años 1980 prolifera el llamado cine de cité, consagrado a estos escenarios y sus conflictos, al tiempo que los inmigrantes y, en especial, sus hijos, pasan a protagonizarlo en gran medida. El nuevo género fílmico deviene una metáfora del malestar social de la banlieue, que ahora se agrava. Paro, droga, inmigración, hacinamiento, racismo, delincuencia e inseguridad ciudadana saltan continuamente a los medios de comunicación, y la banlieue entra en el campo de las políticas urbanas, preocupadas por el hábitat social en dificultades.

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Las periferias acusan por lo general un desequilibrio demográfico como es la fuerte proporción de jóvenes. Esas masas juveniles  acusan las dificultades que plantea el sistema desde muy diversos ámbitos, entre ellas el mal urbanismo y peor arquitectura, discriminación, desindustrialización generalizada, políticas de abandono del gasto social, etc. Se ven frustrados, faltos de horizontes personales, carentes de recursos, en el paro, sin acceso a la vivienda, sin valores e ideales positivos… En suma, un caldo de cultivo para la revuelta y la violencia urbana. El temor, fundado, es la consolidación de una clase marginada de carácter estructural, que en el caso de los inmigrantes y su descendencia sufre una doble penalización: por pobres y por su piel o sus apellidos. Los hijos de emigrantes son llamados “emigrantes”; es una estigmatización que arrastrarán de por vida.

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La expresión “emigrantes de segunda generación”, aunque es una antinomia -el término exacto es hijo de inmigrado- es de uso frecuente: abarca todos los orígenes. Cabe notar que hay un vocablo, beur, específico para los descendientes de emigrantes del Magreb y para su cultura.

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Los jóvenes son los principales protagonistas del cine que toma la banlieue como escenario. A. Fourcaut (2005: 132-133) compendia las principales aportaciones del film de cité. Es un género inventado por cineastas de origen no francés, especialmente por los nacidos de la inmigración magrebí, e integrados en la industria fílmica gala. Pionera del género fue la película “El té en el harén de Arquímedes” (Medí Charef, 1985) que versa sobre la supervivencia de jóvenes hijos de inmigrantes, y también autóctonos, todos parados, prostituidos, drogados o alcohólicos. Malik  Chibane cuenta en “Hexógone”(1993) la historia de un beur desempleado en una cité y. sale en defensa de la cohabitación y la integración en “Douce France” (1995) y “Nés quelque part” (1997).

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En las décadas de 1980 y 1990 las periferias de París, como asimismo de Marsella, Lyon y otras grandes  ciudades, asistieron a estallidos intermitentes de violencia juvenil. Las revueltas urbanas, en frase de S. Fourcaut, sustituyen al papel revolucionario de la difunta clase obrera (“État des lieux”, J.-F. Richet, 1995, sobre el itinerario de unos jóvenes insurrectos) y son temidas (“Rai”, T. Gilou, 1995) o son deseadas como una revolución inevitable, como en “Ma 6-T va crack-er” (Richet, 1997), filme centrado en el mundo de la droga.

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2.1 Un conflicto estructural. Espacios y vivencias de los hijos de la inmigración en el imaginario fílmico.

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La película-símbolo del  campo temático que nos ocupa es probablemente “L’Haine” (“El odio”, Mathieu Kassovitz, 1995) que ha sido muy rememorada con motivo de las últimas turbulentas revueltas de los jóvenes de la baulieue parisina en el otoño de 2005. Rememoración que vino a ser el cierre de una aventura cíclica que se abrió en 1993 cuando un joven beur murió de un disparo tras un incidente con la policía. El cineasta Kassovitz tomó parte en las manifestaciones de repulsa suscitadas por este hecho que fue el inspirador del filme. A su vez, el estreno de “El odio” provocó  altercados en las ciudades francesas y el primer ministro Alain Juppé dispuso una proyección especial para los miembros de su gabinete.

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La película narra 24 horas de la vida de un trío de amigos: Saïd, francés beur de origen argelino; Vinz, judío-francés, y Hubert, boxeador negro “de segunda generación”. Tres “jóvenes airados”, que rechazan el sistema… y la represión policial. El trío, improbable en la vida real, es  un recurso que sirve a Kassovitz para manifestar que el problema de la banlieue no radica tanto en el enfrentamiento interétnico como en la oposición centro-periférica, que es, sobre todo, de raíz socioeconómica y política.

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La primera parte del metraje se desarrolla en el suburbio de Chatelou-Peles, un lugar que se muestra especialmente inhóspito e ingrato. Después, los tres amigos se desplaza a París. La “puerta” de entrada a la capital es el hipernudo de la red metropolitana de transporte, al que confluyen diariamente masas ingentes llegadas de la banlieue, el Châtelet-les Halles, que a su vez alberga una gran superficie de ocio y centro comercial, símbolo de la opulencia y exclusividad del centro urbano parisino. Un espacio éste del cual los tres protagonistas están medio excluidos –no deben interferir en la vida del centro- pero también medio atados como “consumidores”. Es  una subordinación ostensible, de la que sólo pueden desprenderse eventualmente con actos delictivos o con usos imprevistos, alternativos, del espacio de consumo. (Así lo hacen, en otro contexto, los jóvenes de “Mallrats”, de Kevin Smith, cuyo comportamiento subvierte las reglas de un centro comercial norteamericano).

Esta idea del papel que juega Les Halles como núcleo de representación de la dicotomía entre centro y suburbio la expresa acertadamente el cineasta J.-P. Lebel, quien lo designa “capital de todas las baulieues” y se interroga sobre la inaudita inversión semántica que ha transformado este ámbito, bautizado con el nombre de Forum –voz que remite al espacio público por excelencia de la ciudadanía- en un espacio de la exclusión social (Lebel,1994).

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“El odio” es una película dura, inclemente, llena de ira y desesperanza, donde el paro, la droga, los robos y la violencia policial, son co-protagonistas. Incluye un tema sumamente interesante: la estrategia de escape al control panóptico que acecha a los jóvenes hijos de inmigrantes por el hecho de su alteridad. Cuando el trío quiere acceder a un apartamento del centro de París, escogen a Vinz, menos “sospechoso” por su tez blanca, para que hable ante la cámara del telefonillo exterior. Es un hecho consabido que estos jóvenes son juzgados  a menudo por el color de su piel, por su apariencia física y, en consecuencia, estigmatizados con etiquetas de delincuentes o peligrosos.  Se ven expuestos a las cámaras de los reporteros atraídos por el morbo de una violencia urbana que el coro mediático salmodia sin parar. Y sobre todo a un acoso policial   agobiante, completado por las filmaciones de las cámaras de seguridad, los recorridos de los coches-patrulla y hasta el rotar de los helicópteros.

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Adrián Fielder (2001) ha realizado una lectura original de varias películas del cine de cité, las ya citadas “État des Linux” y “Ma 6-T va cracker” de Richet y “Rai” de Gilou, más la que nos ocupa, “El odio”. Según su tesis, las pandillas de jóvenes que las protagonizan adoptan unas peculiares estrategias de desplazamiento por el espacio urbano en su búsqueda constante de zonas libres del control panóptico. Esos filmes constatan un modo nómada de vivir y experimentar los dominios de la banlieu, carente de lugares estables. Los espacios que usualmente se apropian como zonas autónomas son las azoteas de las torres HLM, las escaleras y sus sótanos, llamados allí caves, pero también pueden utilizar los almacenes abandonados o los mercados cubiertos, mientras permanecen vacíos (y, por extensión, los espacios exteriores próximos). Esto es, lugares donde no son localizados visualmente ni identificados por el ojo del poder, donde soslayan la sujeción al orden social dominante, y donde habitualmente charlan, intercambian historias e insultos, escuchan música y bailan breakdance. O se drogan y delinquen, como en los filmes de Richet, quien incluye una escena de tráfico de armas. Fielder les aplica la noción de “zonas autónomas”, ideada por Deleuze y Guattari, y las describe como una constelación de áreas que están separadas espacialmente como nodos de una red y unidas entre sí por unas líneas de fuga que los jóvenes recorren en su deambular. Si una zona es descubierta por la policía o por extraños, recurren a tácticas de nomadismo que pueden conducir a la apropiación de nuevas zonas y a la forja de otros itinerarios.

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Después de visionar “El odio” nos queda el convencimiento de que, en la era global, el Estado neoliberal cada vez funciona menos como vector de integración -Estado social- y más como Estado policía. Tan sólo le resta el tema de la seguridad.

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Poco después de que la proyección de “El odio” impactara con fuerza en la sociedad francesa y en el propio gabinete de gobierno, otro realizador, B. Tavernier, recogía el guante lanzado sobre los creadores y la intelectualidad galos por E. Raoult, a la sazón -1998- ministro del gobierno, quien se dirigió a los que censuraban las políticas de integración de los inmigrantes, negándoles autoridad moral para críticar en razón a que nunca habían “pisado” los suburbios. Tavernier aceptó el reto y se instaló por unas semanas en el turbulento Monfermeil. El resultado fue “De l’autre côte du périphérique”, una crónica que diseccionaba los factores del malestar. Por cierto, al año siguiente, Tavernier contestó otro desafío, esta vez del ministro de Educación y de su polémica ley de Reforma de la Enseñanza Primaria, por medio del conocido largometraje “Hoy empieza todo” (1999). Todo esfuerzo en mejorar la escuela es vital en el ámbito de la banlieue  desfavorecida, en especial, para las gentes de raíz extranjera. En declaraciones a la prensa, recogidas por J.M. Caparrós (2001:73), Tavernier expresaba su oposición a los recortes presupuestarios en educación y servicios sociales y añadía: “En Francia, una vez visto mi filme, han creado plazas de médico en los parvularios, y se ha votado una ley que impide cortar la electricidad a la gente que no puede pagar las facturas de la luz”.Una muestra de la trascendencia de cierto cine  comprometido y de denuncia.

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La irrupción de las mujeres jóvenes de banlieue en el dominio público ha sido reflejada recientemente en dos filmes de contenidos y enfoques diferentes. “La squale” (2000) fue rodado por Fabrice Genestal, un docente que vivió en Pantin y enseñó en un colegio de Sarcelles –paradigma del cúmulo de errores cometidos en la construcción de los grands enesembles-. El realizador transforma a Sarcelles en una cité de mujeres y de adolescentes (los hombres adultos están ausentes). La cámara sigue a la squale, joven negra, entre las torres HLM, almacén abandonado, remolques de camión volcado en un descampado… Sufre agresiones extremas y se venga en una lucha de géneros sin piedad. Genestal se abstiene de tomar postura, le basta con provocar malestar (Zimmerman, 2000).

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Poco complaciente, pero más fresco y optimista es “La escurridiza o cómo esquivar el amor” (L’esquive, A. Kechiche, 2004), un filme sobre los adolescentes y su lenguaje vernáculo, abrupto, que junto con la música, rap o raï, identifican una cultura específica. Rodado en el grand ensemble de los Franc-Moisins, en Saint-Denis, un espacio rehabilitado (Paquot, 2004), evita el tópico mediático que confunde juventud con delincuencia. Un dato revelador: las adolescentes, que entre ellas se insultan, dialogan con normalidad y educadamente con los adultos. Pero ¡es el único caso entre los mencionados filmes de cité!

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Queda claro que estos cineastas, muchos de ellos hijos de inmigrantes, centran su discurso no tanto en la confrontación étnica como en una triple oposición: espacial (centro/periferia), socio-económica (relacionada con la anterior) y también generacional.

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Josep Costa Mas